Un escenario donde resaltar la larga trayectoria de la lucha de la mujer en la historia por lograr su identidad, su lugar en el mundo; un punto donde volcar el significado de ser mujer y sus sentimientos
lunes, 11 de marzo de 2013
Isolina: la novia
Isolina
Me pusieron ese nombre,
diminutivo de Isolda, que normalmente usaban los nobles, y que significa
“guerrera poderosa”, a lo mejor por eso no me plego fácilmente a la obediencia.
Yo soy plebeya, hija de Aurelio y Cleotilde, siervos del Conde Clodovaldo. Tengo
catorce años y voy a casarme con Ubaldo, el hijo del herrero, siervo también
del señor Conde. Mi padre recibió una reja nueva de arado por mi
consentimiento, a mi me parece bien, Ubaldo es buen mozo, fornido y trabajador
y sobre todo joven, no como el marido de mi hermana, viudo y viejo, con un montón de rapaces que ella tiene que
cuidar, fue un matrimonio provechoso para mi padre pero muy triste para mi
hermana. Ella es guapa y fuerte, fresca y lozana y el conde ya había exigido su
derecho a gozarla antes que su marido, ella, con su corona de flores y su saya
nueva, tuvo que ceder a pesar de su repugnancia por el conde que además de
viejo es cruel y despótico y dicen que de costumbres raras con las mujeres,
cosa de la que mi hermana no habla jamás, aunque le he preguntado; pero su
permanente expresión triste no me hace presagiar nada bueno.
A mí me preocupa, pues no
soy fea según dicen los que me conocen, tengo los ojos azules de mi madre y el
pelo pajizo de mi padre, mis carnes son prietas y firmes y mis caderas amplias
dice mi madre que seré una buena paridora, pero el tener que yacer con el conde
no me gusta en absoluto y me da miedo. Ubaldo se resigna y me dice que no
podemos hacer nada en contra de nuestro señor pero yo no me conformo tan fácil.
Me enteré por una de las criadas del castillo que el conde no soporta los malos
olores así que desde hoy no voy a lavarme más en el río, ni a cambiarme la saya
y a ver si cuando venga a reclamar su derecho, piensa lo mismo.
La verdad es que ni yo misma
aguanto el olor que despido, ni durante, ni después de los días sangrantes me he lavado, así que, apesto. Mi madre no lo
entiende y Ubaldo tampoco, aunque le he explicado mi plan. La cuestión es que
ahora él me ve a distancia, pues a mí ya no se me arrima nadie, mi padre
casi me obliga a dormir con los cerdos. En fin, ese es el plan, solo ruego a
Dios que la argucia resulte.
Por fin llegó el día en que
mi padre fue a ver al Conde para comunicarle el casorio y solicitar su permiso.
El señor, se presentó en nuestra casa el día anterior a la boda, dispuesto a
reclamar su derecho, viendo a la novia para valorar y fijar el momento, así que
aparecí yo, llena de mugre, apestando a pocilga y con una saya que reclamaba,
no ya un lavado, si no el fuego directamente. El Conde apretándose la nariz, y
con cara de profundo desagrado, sin poder reprimir las vascas que le producía
el mal olor. Abandonó mi presencia y reclamándole a mi padre que lo acompañara
fuera para mantener con él sus derechos. Al rato apareció mi padre,
visiblemente molesto y encarándose conmigo me espetó que el Señor no quería
yacer conmigo, pero que para dar el permiso, tenía que entregar mi padre varios
tarros de miel, un cochino, y doce hogazas de pan. Mi padre, renegando y
jurando por todos los santos habidos y por haber, y acordándose de todas las
hijas desagradecidas e ingratas que en el mundo han sido, cargó un carro y se
acercó al castillo, para efectuar el pago, no porqué yo le preocupara sino
porque necesitaba la reja para el arado.
Al día siguiente, lavada y
relavada, con mi saya nueva y mi corona de flores, oliendo a espliego y a
romero entregué la virtud a mi marido, pero tampoco estoy muy segura de que supiera
apreciarlo.
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